LA VANGUARDIA (27-4-1956)
Los señores J. M. Arozaména, M. Villegas López, J. L. Colina y Antonio Román son los autores de la «adaptación libre» de la deliciosa comedia de Shakespeare, quien, su vez, salvando las correspondientes distancias, también elaboró libremente un tema llegado de fuera, y, en efecto, los guionistas y adaptadores citados han hecho uso de plurales licencias, cinematográficas y literarias, para cambiar la apariencia de «La fierecilla domada» aunque subsista lo esencial: la transmutación de la tarasca en una paloma, del cardo en rosa, tarasca, paloma, cardo y rosa simbólicos encarnados en la belleza morena y vibrante de Carmen Sevilla, bonita como ella sola, tanto que se la llevan a Hollywood. El cambio de apariencia a que nos hemos referido ofrece varias vertientes merecedoras de observación, pero reputamos fundamental aquella por donde se desliza el estilo cómico aplicado a la película, una comicidad inserta con harta, frecuencia en lo bufo tanto como en lo grotesco sin que, como contrapartida, se introduzca el precioso catalizador del ingenio, de la fantasía auténtica. Dé ello resulta un tono general propicio al regocijo del público pero apoyado en recursos de reducido valor real, a veces demasiado cerca de los más acreditados trucos del cine de Mac Sennet. A nuestro juicio, esta versión de la doma de la bravía ha cedido a la fecundidad fácil y directa cuanto ha sustraído al juego de Matices delicados, insinuantes, aguzados, lo cual se echa de ver también en la calidad de las figuras protagonistas, cuya artificiosa composición tan sólo se cubre por el mérito de sus intérpretes. Realizada en «Agfacolor», con negativo «Gevacolor», «La fierecilla domada» presenta unos figurines hábilmente estilizados y unos decorados convencionales y fríos, pero inteligentes. El color ensalza tales galas, especialmente cuando sale al exterior y puede reproducir, por ejemplo, la noble apostura del barrio antiguo de Cáceres. La música de Augusto Algüeró hijo, es particularmente acertada, servida por una sonorización realmente buena, poco frecuente en nuestro cine. Los diálogos están bien escritos, aunque resulten excesivos a la larga, y la interpretación, aparte de Carmen Sevilla y la flexible simpatía de Alberto Closas, queda deslucida por el contorno harto grotesco de los personajes. Dentro de tales características, aprovechadas por Antonio Román con la destreza que le es peculiar, tocada aquí y allá de momentos muy brillantes, «La fierecilla domada» complació a los espectadores de una manera evidente, lo cual acaso sea lo suficientemente considerable para justificar la pauta empleada. La complacencia del público tuvo ocasión de manifestarse al aplaudir a los protagonistas, que asistieron al estreno e hicieron uso de la palabra desde el escenario respondiendo a preguntas de Federico Gallo. H. SÁENZ GUERRERO.
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