domingo, 23 de agosto de 2015

Mariona Rebull (1947)

 

Día de estreno (5-4-1947) Día critica (6-4-1947)

Toda película cuyo origen es una obra literaria, ofrece abundantes puntos de reflexión, y al cabo de ellos las diferencias substanciales que existen entre la novela y el cinema. Aquélla puede y debe tallar personajes, situaciones y ambientes con toda minuciosidad, de modo que el mundo que nos ofrece pueda suplantar a cualquier realidad de nuestro contorne real, éste, cuando surge de una adaptación, ha de verificar muchas cosas para que las imágenes puedan seguir una órbita dramática refractaria a las atracciones de todo orden que surgen a cada paso. «Mariona Rebull» es un auténtico ejemplo de sensibilidad cinematográfica en el sentido a que hacemos alusión. Las dos novelas de Ignacio Agustí — ampliamente conocidas para que nosotros tengamos que dar una referencia de ellas — contienen un cosmos humano y social enorme, desbordante; por sus páginas, las figuras pululan repletas de vital poder y todas ellas tienen tal importante participación en el conjunto novelístico, que cualquiera de ellas es protagonista en su respectivo sector humano sobre los constantes fondos protagonistas también de la Barcelona que brota colosal y bella, y de la fábrica en la que se simboliza el espíritu laborioso de todo un pueblo. En «Mariona Rebull» película, se ha prescindido de todo lo que se conceptuó corno accesorio para la estricta comprensión de su argumento. Han sido prácticamente eliminados los sucesos de las huelgas del año noventa y de la «semana trágica»; se han apartado los tipos de menor importancia: el procedimiento narrativo es otro y en definitiva, lo que se ha pretendido — y logrado— de que permaneciera íntegro ese formidable ejemplar humano que es Joaquín Rius, y que toda la dramática historia que en su torno se fragua no perdiera ni uno solo de sus múltiples latidos. En el vagón de un tren, el viudo Rius con el alma marchita, cuenta a la linda Lula el desolado poema de su vida, y las imágenes renuevan la alegría de su noviazgo, la diaria satisfacción del trabajo cumplido, el canto potente de los telares, la dicha del primer hijo y, luego, la vertiente trágica de su existencia, en la que todo lo que sus manos recogen se desparrama hecho cenizas y desengaños; la ruptura con la esposa — de contenido patetismo, en el que un torrente de incomprensiones arrasa los sentimientos—; la riña con quien pretende robarle la pasión que aún siente renacer candente; la formidable escena de la bomba del Liceo; el atroz episodio del palco; el arañazo que miente una caricia, y esa horrenda bofetada al muerto que le mira con sus ojos yertos, y ese andar tambaleante con Mariona sobre los hombros, mientras las perlas del collar saltan sobre los alfombrados escalones. Y desde aquí el deshecho el edificio de ilusiones de Joaquín —, su rictus severo y, por último, su primera sonrisa cara a cara con el hijo que le acompaña a la fábrica recorriendo el camino del abuelo, siempre igual y siempre diverso, punzado por el estridor de las sirenas y aureolado por el humo de las chimeneas que se alzan sobre la ciudad dormida. José Luis Sáenz de Heredia ha dirigido la película con maestría, con cariño, con entusiasmo. La perfección técnica de «Mariona Rebull» sólo puede compararse con su potente mecanismo de emociones. Cada encuadre responde a un sutil estilo Cinematográfico en el que luces, sombras, sonidos, decoraciones, sólo actúan como elementos creadores de ambientes y como fondo perfecto donde encaja la humana historia de los personajes. Sería difícil seleccionar un fragmento de la cinta superior a los otros, pero entre la infinidad de sugestiones que nos brinda, acaso decidiríamos nuestra preferencia por la escena en que Mariona lee el anónimo dirigido a su marido y por la descomunal secuencia del Liceo, probablemente superior en riqueza escenográfica y en densidad dramática a todo lo que hasta ahora nos haya podido ofrecer nuestro cine... y en de los demás. En la obligada referencia que todo comentario debe conceder a la interpretación, podemos decir, como elogio genera!, que todos los actores de la película realizan eso tan difícil de hacer, que es substituir en nuestra imaginación aquellos personajes que la lectura de la novela había forjado. José María Seoane lleva a cabo sin ninguna duda la mejor y más completa creación de su carrera, a muchísima distancia sobre las demás que le recordamos. Desde el principio al fin de la película mantiene el tono recio de su gesto y sabe cómo matizar, cuando así conviene, la inflexible humanidad de Rius, hasta proporcionarle una entrañable perspectiva humana; Blanca de Silos compone una maravillosa Mariona y en ella funde la gracia, la ternura, el dolor, la desesperación y el engaño con un arte singularísimo: Sarita Montiél es una deliciosa Lula, frívola, coqueta, pero capaz también de poner lágrimas de pena en sus pupilas llenas de luz; Alberto Romea, en su papel del cajero Llobet, realiza una interpretación muy considerable, y, para no prolongarnos en exceso, vaya también nuestro más caluroso elogio a Tomás Blanco, Carlos Muñoz, José María Lado y a todos y a cada uno de los intérpretes, que con su arte han logrado que «Mariona Rebull» — perfecta suma de valores, de inteligentes colaboraciones de todo orden — ponga bien alto en las carteleras del Sábado de Gloria el pabellón del cine español para que, de una vez para siempre, los públicos que tan irrazonadamente desasistieron los esfuerzos de tantos paladines, enmienden sus yerros y comprendan que lo español, si en nuestro corazón debe estar por encima de todo, lo está por méritos indiscutibles en «Mariona Rebull>, y en ella deben rendir el mejor de sus aplausos y la admiración que merece. —H. SAENZ GUERRERO.



No hay comentarios:

Publicar un comentario