Día
de estreno (5-4-1947) Día critica (6-4-1947)
Toda
película cuyo origen es una obra literaria, ofrece abundantes puntos
de reflexión, y al cabo de ellos las diferencias substanciales que
existen entre la novela y el cinema. Aquélla puede y debe tallar
personajes, situaciones y ambientes con toda minuciosidad, de modo
que el mundo que nos ofrece pueda suplantar a cualquier realidad de
nuestro contorne real, éste, cuando surge de una adaptación, ha de
verificar muchas cosas para que las imágenes puedan seguir una
órbita dramática refractaria a las atracciones de todo orden que
surgen a cada paso. «Mariona Rebull» es un auténtico ejemplo de
sensibilidad cinematográfica en el sentido a que hacemos alusión.
Las dos novelas de Ignacio Agustí — ampliamente conocidas para que
nosotros tengamos que dar una referencia de ellas — contienen un
cosmos humano y social enorme, desbordante; por sus páginas, las
figuras pululan repletas de vital poder y todas ellas tienen tal
importante participación en el conjunto novelístico, que cualquiera
de ellas es protagonista en su respectivo sector humano sobre los
constantes fondos protagonistas también de la Barcelona que brota
colosal y bella, y de la fábrica en la que se simboliza el espíritu
laborioso de todo un pueblo. En «Mariona Rebull» película, se ha
prescindido de todo lo que se conceptuó corno accesorio para la
estricta comprensión de su argumento. Han sido prácticamente
eliminados los sucesos de las huelgas del año noventa y de la
«semana trágica»; se han apartado los tipos de menor importancia:
el procedimiento narrativo es otro y en definitiva, lo que se ha
pretendido — y logrado— de que permaneciera íntegro ese
formidable ejemplar humano que es Joaquín Rius, y que toda la
dramática historia que en su torno se fragua no perdiera ni uno solo
de sus múltiples latidos. En el vagón de un tren, el viudo Rius con
el alma marchita, cuenta a la linda Lula el desolado poema de su
vida, y las imágenes renuevan la alegría de su noviazgo, la diaria
satisfacción del trabajo cumplido, el canto potente de los telares,
la dicha del primer hijo y, luego, la vertiente trágica de su
existencia, en la que todo lo que sus manos recogen se desparrama
hecho cenizas y desengaños; la ruptura con la esposa — de
contenido patetismo, en el que un torrente de incomprensiones arrasa
los sentimientos—; la riña con quien pretende robarle la pasión
que aún siente renacer candente; la formidable escena de la bomba
del Liceo; el atroz episodio del palco; el arañazo que miente una
caricia, y esa horrenda bofetada al muerto que le mira con sus ojos
yertos, y ese andar tambaleante con Mariona sobre los hombros,
mientras las perlas del collar saltan sobre los alfombrados
escalones. Y desde aquí el deshecho el edificio de ilusiones de
Joaquín —, su rictus severo y, por último, su primera sonrisa
cara a cara con el hijo que le acompaña a la fábrica recorriendo el
camino del abuelo, siempre igual y siempre diverso, punzado por el
estridor de las sirenas y aureolado por el humo de las chimeneas que
se alzan sobre la ciudad dormida. José Luis Sáenz de Heredia ha
dirigido la película con maestría, con cariño, con entusiasmo. La
perfección técnica de «Mariona Rebull» sólo puede compararse con
su potente mecanismo de emociones. Cada encuadre responde a un sutil
estilo Cinematográfico en el que luces, sombras, sonidos,
decoraciones, sólo actúan como elementos creadores de ambientes y
como fondo perfecto donde encaja la humana historia de los
personajes. Sería difícil seleccionar un fragmento de la cinta
superior a los otros, pero entre la infinidad de sugestiones que nos
brinda, acaso decidiríamos nuestra preferencia por la escena en que
Mariona lee el anónimo dirigido a su marido y por la descomunal
secuencia del Liceo, probablemente superior en riqueza escenográfica
y en densidad dramática a todo lo que hasta ahora nos haya podido
ofrecer nuestro cine... y en de los demás. En la obligada referencia
que todo comentario debe conceder a la interpretación, podemos
decir, como elogio genera!, que todos los actores de la película
realizan eso tan difícil de hacer, que es substituir en nuestra
imaginación aquellos personajes que la lectura de la novela había
forjado. José María Seoane lleva a cabo sin ninguna duda la mejor y
más completa creación de su carrera, a muchísima distancia sobre
las demás que le recordamos. Desde el principio al fin de la
película mantiene el tono recio de su gesto y sabe cómo matizar,
cuando así conviene, la inflexible humanidad de Rius, hasta
proporcionarle una entrañable perspectiva humana; Blanca de Silos
compone una maravillosa Mariona y en ella funde la gracia, la
ternura, el dolor, la desesperación y el engaño con un arte
singularísimo: Sarita Montiél es una deliciosa Lula, frívola,
coqueta, pero capaz también de poner lágrimas de pena en sus
pupilas llenas de luz; Alberto Romea, en su papel del cajero Llobet,
realiza una interpretación muy considerable, y, para no prolongarnos
en exceso, vaya también nuestro más caluroso elogio a Tomás
Blanco, Carlos Muñoz, José María Lado y a todos y a cada uno de
los intérpretes, que con su arte han logrado que «Mariona Rebull»
— perfecta suma de valores, de inteligentes colaboraciones de todo
orden — ponga bien alto en las carteleras del Sábado de Gloria el
pabellón del cine español para que, de una vez para siempre, los
públicos que tan irrazonadamente desasistieron los esfuerzos de
tantos paladines, enmienden sus yerros y comprendan que lo español,
si en nuestro corazón debe estar por encima de todo, lo está por
méritos indiscutibles en «Mariona Rebull>, y en ella deben
rendir el mejor de sus aplausos y la admiración que merece. —H.
SAENZ GUERRERO.
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